MANUEL ZAPATA OLIVELLA
Corrían a lo largo de la canoa. Desnudos. Brillante el sol sobre sus espaldas mojadas. En la proa, se tapaban las narices y de un brinco de rana, se zambullían en el río. A esa hora elmaestro esperaría impaciente en la puerta de la escuela. Las bancas vacías y el tablero conlos números de la clase anterior. Eso sucedía siempre en verano cuando la corriente del río,adelgazada, dejaba de arrastrar ranchos, árboles y cadáveres de animales. Por eso nocreyeron al pequeño cuando salió del agua, ansioso, los ojos enrojecidos.-¡Ahí baja un ahogado!Luego, más allá, en el embarcadero, los bogas pincharon el cadáver con sus palancas.Bocabajo, contaron cuatro orificios de bala en su espalda.-Igual al que pesqué con mi atarraya la semana pasada.
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Jesús! Mal lo están pasando los pueblos de arriba con la peste de la policía militar.Los niños se alegraron. Con aquel muerto habría suficiente rebujina para no ir a la escuela,en todo el día. Pero amedrentados no volvieron a arrojarse al agua.